Tras la Segunda Guerra Mundial, conocidas las atrocidades nazis, el
concepto de raza entra en declive moral y durante la segunda mitad del
siglo XX, tras serias investigaciones genéticas, se convierte también en
un concepto débil científicamente. Esto hace que casi ningún
nacionalista identitario se atreva hoy explícitamente a hablar de raza.
Resulta que la raza es sustituida por la lengua, más políticamente
correcta, aderezada hábilmente con la palabra cultura, tan bien sonante
como un hermosísimo vals. De modo que si en lugar de apelar a una raza
diferente para justificar la secesión apelamos a la lengua y a la
cultura, siendo exactamente lo mismo, parece otra cosa más digna y
respetable. No obstante, en la mayoría de las naciones políticas
actuales se hablan varias lenguas y en diferentes estados usan una misma
lengua: Ingles en Reino Unido y EE.UU, y español en España y Argentina,
por ejemplo.
¿Y qué ocurre cuando en una nación política se
habla la misma lengua? Entonces es el factor religioso el que se
constituye como bandera del nacionalismo identitario. De lo que se
deduce que sería una tragedia inmensa para cualquier nacionalista
identitario no disponer de alguno de estos tres rasgos justificativos
para llevar a cabo su programa político. Se entiende entonces la
angustia de los nacionalismos lingüísticos, sin raza ni religión a la
que echar mano.
De modo que raza, lengua y religión han sido
tradicionalmente los elementos que han intentado justificar la
existencia real de una nación; los signos visibles de una realidad
inabarcable y preexistente que, como puntas insignificantes de iceberg,
se han considerado demasiadas veces pruebas irrefutables de la vastedad
de hielo sumergido en las aguas. Y, sin embargo, esta dialéctica
nacionalista de lo oculto y lo profundo sólo puede articularse en un
lenguaje esquivo ajeno a la razón, pariente cercano del sermón religioso
o la narración mítica.
Los que admiten que la nación es una
monolítica y fantasmal identidad colectiva no pueden obviar que se
manifiesta en individuos reales de carne y hueso; es decir, de modo
discontinuo. Siendo el Estado un territorio continuo, ¿cómo conjugar
esta asimetría?, ¿qué hacer con presuntas naciones diferentes con distintas identidades que conviven en el mismo espacio? Hitler tenía
su propia respuesta. Pero para todos los que no comulgamos con ella es,
desde luego, una ineludible aporía.
La democracia tiene que ver
con decidir, pero no es solo derecho a decidir. No tenemos derecho a
decidir si mañana saldrá el Sol o si linchamos al vecino tan solo porque
lo deseamos y lo sentimos así, sin más. Aunque sea mediante un
inmaculado referéndum. La soberanía tampoco se decide por sufragio. Nos
viene dada por la Historia o se cambia tras un hecho revolucionario: lo
que hoy ocurre en Cataluña es una revolución de la señorita Pepis
disfrazada de legalidad.
No hay derecho a la secesión de una
parte en relación con el todo, pues la parte no tiene derecho a destruir
al todo. En puridad ni siquiera el todo tiene derecho a destruirse a sí
mismo, pues la soberanía es inalienable. El derecho a decidir si somos
soberanos es un absurdo lógico y jurídico, pues si tal derecho existiese
se estaría constatando la soberanía antes de la misma decisión.
Reconocer este falso derecho implicaría de facto eliminar la soberanía
española.
Si la creación de un Estado fuese cuestión de decisión
colectiva según deseos y sentimientos, entonces éstos deberían ser
expresados periódicamente por cada generación. Pues el deseo, como la
donna de la ópera, è mobile. Abuelos, padres e hijos pueden desear y
sentir cosas diferentes. Aun así, tan digno de ser escuchado sería el
anhelo independentista de algunos vascos o catalanes como el del último
pueblo de la provincia de Albacete, y aun del más pequeño de los barrios
de ese último pueblo, y así ad infinitum. De modo que la aporía del
nacionalismo identitario se nos cuela esta vez por otra rendija.
Abstracta reflexión que nos lleva a lo concreto: Badalona o el pequeño
municipio de Pontons, pongamos por caso. ¿Reconocemos su derecho de
autodeterminación señora Forcadell?
Los Estados europeos son el
resultado de complejos avatares históricos. Es una cuestión de facto, no
de iure. Surgieron a trancas y barrancas, y demasiadas veces se apeló a
bodas concertadas que sólo convenían a reyes o príncipes. Pero este
hecho no justifica que los actuales estados deban ser desmantelados. La
mayoría de los que optamos hoy por conservar las Pirámides de Egipto no
aprobamos la manera en que se levantaron. Los estados son fruto de la
Historia y no responden ya a ninguna voluntad malvada a la que podamos
llevar a un tribunal. Pocas cosas humanas que veneramos todos los días
han nacido por una irreprochable racionalidad y buena voluntad. Si
Alexander Fleming hubiese investigado sólo por deseo de fama o vanidad,
¿deberíamos dejar de usar la penicilina?
Estamos en el siglo XXI y
pretendemos aprender de la Historia. Desde una postura mínimamente
ilustrada el problema de destruir o construir un Estado carece de
interés. Lo verdaderamente importante es si ese o aquel Estado es
apropiado para mantener la paz, si sus ciudadanos son libres, hay
verdadera justicia social y respeto debido a las minorías. ¿O acaso los muy democráticos constructores de nuevos estados pretenden instaurar
valores muy diferentes a éstos? Visto lo visto estos días en el Parlamento de Cataluña no es una hipótesis descabellada.
La
Historia puso las fronteras, pero las generaciones presentes podemos
hacer algo mucho más importante: que a un lado y al otro de la línea
haya justicia y libertad.
Jesús Palomar
Artículo publicado el 11 de septiembre de 2017 en Periodista Digital.
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