Recuerdo el estupendo libro de Stefan Zweig: El mundo
de ayer. Recuerdo cómo describía la Viena del Imperio austrohúngaro:
sólida, de apariencia inquebrantable. Idéntica a la de sus padres y abuelos
donde la promesa de la continuidad tranquila se respiraba en cada instante.
Luego, la Gran Guerra. Y después, la segunda gran guerra. En poco tiempo el
mundo cambió. Entretanto, ocurrieron muchas cosas. Casi todas horribles. Muchos
dicen que Europa murió en el proceso. Vivimos nosotros de sus ruinas. El hombre
normal no sabe que todo es posible, decía David Rousset. Y nosotros, hombres y
mujeres de la primera mitad del siglo XXI, deberíamos asumir el deber de no ser
hombres normales. Todo es posible. También lo peor.
Tendemos a ver la tragedia como
aquello que ocurre a los otros. Masacres, genocidios, extrema crueldad es solo
posible allende nuestras fronteras. Quizá en la deprimida África. En un punto
perdido de la inmensa Sudamérica. Pero Europa está ya curada de espanto. Y, sin
embargo, los Balcanes. Tan cerca en el tiempo. En el espacio. Yo, a pesar de no
profesar ninguna religión, tengo mis propias oraciones. Una de ellas son los
versos de Ángel González: dos cosas en común tienen la Historia y la
morcilla de mi tierra. Se hacen las dos con sangre, se repiten. En
África. En América. Y también en Europa. De nacionalismo hablamos. Por consiguiente,
de independentismo. Aporía trágica a fuerza de no tener salida. Ya sé. Somos
civilizados y hemos aprendido. ¿Pero realmente hemos aprendido?
El problema catalán es
pensar que hay un problema catalán y, por ende, creer que el susodicho problema
se resuelve con la secesión: concedida de iure, con trampa de ley, o
tolerada de facto: más competencias transferidas, más mirar para otro
lado cuando se pisotean los derechos de los catalanes no nacionalistas, más empatía,
sonrisas, flores, osos de peluche y diálogo, toneladas de diálogo.
No hay problema catalán. En
Cataluña hay una desmesurada y ciega ambición de dominio de una oligarquía
regional. Y una sociopatía cebada por el poder un día sí y otro también desde
hace más de treinta años. Fomentada activamente desde Barcelona y pasivamente
desde Madrid. La actividad de unos y la pasividad de otros se explican por la
corrupción económica y moral de todos: lastre fatal que a los primeros les hace
huir hacia delante y a los segundos actuar con una impostada prudencia que se
parece mucho a la cobardía.
La secesión nada solucionaría.
Continuaría el sentimiento de agravio. La pataleta adolescente de una nación
recién nacida es insaciable y voraz. España —lo que de ella quedase— seguiría,
por mucho tiempo, debiendo dinero. Debiéndolo todo. También debería
territorios. ¿La Cataluña actual? A penas nada. El objetivo serían los Països
Catalans. La aporía nacionalista es sobre todo eso: aporía ad infinitum,
y promesa de sangre e infernal reiteración. Segregación disimulada hay
ahora para los castellano parlantes. Segregación a secas habría luego:
españoles catalanes convertidos en judíos alemanes. ¿Estamos preparados para
ello? La civilización parece una fuerte red que protege de la barbarie. Pero la
barbarie vive agazapada en cada hombre y quiere salir tras mucho tiempo
reprimida. Freud sabía mucho de esto ¿Civilización? Débil tul que finalmente no
protege de nada. Demasiado tiempo sin guerras, quizá. A los españoles de la
primera mitad del siglo XXI nos cuesta valorar lo que nos ha venido casi de
nacimiento: poder charlar con un amigo sin temor a la delación, pasear por el
parque sin miedo a ser asesinado o arrestado, comer todos los días, sí, a pesar
de la crisis de la que tanto nos está costando salir. Parece lo normal. Pero
quien tenga más de ochenta años o conozca un poco la Historia sabe que es lo
excepcional.
Pandora abre su caja. Y abundan los ciegos voluntarios y los optimistas
vanos que aun no saben que todo es posible. El mundo progresa cuando los
políticos duermen. Pero hoy casi todos nuestros políticos tienen insomnio
mientras que la mayoría de la gente anda todavía en duermevela. O nos
espabilamos de verdad o los hiperactivos insomnes nos llevan a la ruina.
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